La primera vez que leí a Isabel Allende estaba en el instituto. Por aquel entonces vivía en Chile, su tierra natal, donde pasé los últimos años de mi adolescencia. Fue La isla bajo el mar. Creo que toda amante de la literatura recuerda cuando abrió por primera vez un libro de Isabel Allende.
Es la escritora de habla hispana más leída del mundo. “Y más que muchos hombres”, bromeaba la autora en la rueda de prensa que se ha convocado con motivo de la publicación de su nuevo libro.
@allendeisabel
Me lo he terminado. Se ha publicado hace apenas unos días, pero ya descansa en mi estantería, devorado entre las otras muchas obras de esta autora que siempre tendrá un lugar en mi corazón, y en mi biblioteca personal. Mi opinión sobre esta nueva novela podría resumirse así: es Allende en estado puro, y, sin embargo, sorprende. Aunque con Allende no hay resumen que valga. Faltarían páginas para describir lo que vamos a encontrar en estas páginas.
Una continuación de su saga más mítica
“No sé como aparecen, pero siempre están ahí”, reía Allende en la rueda de prensa con la que presentaba Mi nombre es Emilia Del Valle, su nueva novela. Y no se refiere a ni a Chile, ni a la historia, ni al realismo mágico, ni a las mujeres poderosas, que son una constante en su mundo literario. Se refería a otra referencia indubitada en su obra: la familia Del Valle.
Comenzó con La casa de los espíritus, que la autora recuerda haber escrito “con una gran ingenuidad”, y continuó con Hija de la fortuna y Retrato en sepia. Ahora, en Mi nombre es Emilia Del Valle seguimos descubriendo los pormenores de esta familia que nos ha dado tantas alegrías. Y lo hacemos con un personaje que, si me pregunta, se ha convertido en mi favorito.
Para empezar, porque es periodista, y la cabra tira al monte, como se suele decir. Y para continuar, porque Emilia es, como se denomina a sí misma, “una mala mujer”.
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Una mujer mala
Si en algo es experta, Isabel Allende es en crear en nuestro imaginario una saga de mujeres fuertes, que hacen frente a un mundo profundamente machista, del que solo pueden escapar (o en el que solo pueden sobrevivir) a punta de esfuerzo.
“Acuérdate, princesa, de que deberás hacer el doble de esfuerzo que cualquier hombre para obtener la mitad de reconocimiento”, dice uno de los personajes de esta novela, Francisco Claro, a nuestra protagonista. “Cualquier mujer que trabaja para mantenerse acaba siendo pobre, porque le pagan poco”, dice también la madre de esta, Molly Wash, una monja irlandesa que acaba embarazada de un señorito chileno. Es así como Emilia, nuestra Emilia, llega a la conclusión más poderosa de su vida. Una mujer buena es “una boba que se somete a las reglas impuestas por otros”. Y es por eso que ella es una mala mujer.
Allende juega con el concepto a lo largo de toda la novela. Porque Emilia del Valle, hija bastarda de un señorito chileno y de una monja irlandesa, criada por un padrastro cariñoso y mexicano, piensa ser periodista. Y piensa hacerlo firmando con su nombre. Aunque eso implique embarcarse en la más peligrosa de las aventuras: cubrir la Guerra Civil que se disputa en Chile en el 1891.
La guerra
La elección del escenario no es casual, recuerda Isabel Allende en su rueda de prensa. Ubica su historia en la Guerra Civil de 1891 porque recuerda a otra época más cercana. Una que afectó a su propia vida, que la hizo vivir como exiliada y que no olvida, por más años que pasen. La dictadura de 1973.
Allende usa la guerra para recordarnos, además, las voces que nunca se escuchan en medio de un conflicto bélico. La de miles y millones de mujeres que, desde hace siglos, han cumplido su propia labor en la guerra. En el caso de Chile, se llamaban cantilleras, y entre ellas se encuentra uno de mis personajes favoritos de la novela. No te adelanto más.
La guerra es casi un personaje adicional, contradictorio, doloroso, brutal. Allende usa su pluma, siempre certera, para recordarnos la crudeza de un mal que se vuelve a expandir en pleno siglo XXI. La barbarie queda expuesta a flor de piel, y la reflexión se hace sola. Porque como ella misma dice, en la ficción no caben sus opiniones personales. Son las historias las que hablan con voz propia. Y en Mi nombre es Emilia Del Valle, lo hacen con una fuerza desgarradora.
Una historia que no pierde pulso
Que Isabel Allende es una gran contadora de historias no es noticia para nadie. Y por supuesto, esta novela no es una excepción. Pero tras haber leído tanto de ella, tengo que decir que aunque he encontrado a Allende en estado puro, también he disfrutado de un tono diferente.
La novela discurre con un pulso de hierro, entre crónicas periodísticas escritas por la propia Emilia, y la vida de la periodista, que se funden para darnos una visión completa del panorama.
En este caso, sin embargo, la historia parece cobrar más vida que nunca en la obra de Allende. Quizá precisamente porque su protagonista es periodista, descubrimos los pormenores de una guerra, de un periodo histórico, que parece cobrar vida ante nuestros ojos.
El libro me parece, también, una carta de amor a Chile. Como persona que ha vivido allí y conserva grandes amores de esta tierra de cordilleras y mar, puedo garantizar que en estas páginas se encuentra el manual definitivo para entender a cualquier chileno. Y es que en ellas Allende se sumerge en la piel de quien ve Chile con ojos de extranjera, intentando entender cómo funcionan las reglas de una cultura que es la suya, pero que le ha sido arrebatada por la distancia y las circunstancias. Quizá sea esto, precisamente, lo que me haga pensar que Mi nombre es Emilia Del Valle es la novela más personal que Allende nos ha regalado nunca.